La Cena al Desnudo

Era verano y hacía calor. Me emprolijé el bigote a las apuradas con la navaja para no fallar a la cita que tan apasionadamente habíamos convenido. Tomé el sombrero infalible en cada encuentro con el sexo opuesto: era una suerte de talismán que sellaba mis designios. Corriendo monté mi yegua directo a la pulpería donde ella me esperaba. Ramona era su nombre y mucha era su gracia. A poco de llegar, galope mediante, un murmullo rompió el silencio de una noche casi taciturna. Y cuando entré al recinto mis sospechas se disiparon: Ramona, sentada en la mesa de siempre, pero esta vez sin corpiño. De pronto mi mano derecha descorchaba un tinto y llenaba su copa. Un brindis violáceo completaba la escena. Los ojos de todos se posaron con envidia sobre nosotros.