Langostino rosado en salsa verdusca

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Anchu y Mondo Lila hacen una linda dupla. Y gracias a su comunión nos regalaron esta obra con tintes marinos (una más). Ahora un brevísimo relato… 

«El langostino rosado en salsa verdusca es un manjar de otros tiempos«.
No olvido las palabras que alguna vez me reveló, casi en secreto, José Antonio, un pata peruano ya entrado en canas y curtido en arrugas por el efecto del sol sobre su barcaza de alta mar.

Mantengo intacto el recuerdo. El plato servido sobre una mesa de mil historias, balanceándose al ritmo caprichoso de la marea. La frescura de su aroma me cautivó y sólo luego de recibir un codazo pude despertar de aquel momento de ensueño.

«El ceviche es un invento para paladares tristes«. Repetía sin pausa el marinero. Y luego enumeraba los infinitos atributos de su plato predilecto, gracias a los cuales una persona podía alcanzar la fuerza de tres tiburones martillo.

Puedo dar fe que su sabor no se compara con nada que haya comido antes o después.
El langostino nadando en la salsa verdusca. Mi paladar recibiendo a ambos.

La máquina de fabricar gorditos

(Las fotos las saqué en el Puma Urban Art) 

Uno de los productos con mayor arraigo de la llamada «globalización» es, sin lugar a dudas, la hamburguesa. Ronaldo, con sus rizos colorados, nos ofrece este suculento manjar imperialista a cambio de nuestra salud (y unos pocos dólares).

Así lo ha demostrado el documental Super Size Me, que ha logrado poner al descubierto la nocividad en la ingesta frecuente de estos alimentos. Paradójicamente, las cadenas de comida rápida engañan a los consumidores con cuentos sobre lo beneficioso y nutritivo de sus «combos».

Independientemente de sus cualidades dañinas, la hamburguesa es un instrumento de desintegración cultural. Recuerdo cuando estuve en la Plaza Central de Cusco, la capital del antiguo Imperio Inca, y me topé con un Mc Donald´s repleto de turistas. Realmente me dio mucha pena. Y ejemplos de este estilo lamentablemente abundan.

Por otra parte, la utilización de la hamburguesa como herramienta colonizadora se manifiesta incluso en los dibujos animados. Anteriormente traté el caso Bob Esponja.

39 grados

Por JP

No corría una gota de oxígeno por el barrio. Anochecía y los edificios aún irradiaban el calor de sus entrañas de cemento. El silencio era sólo interrumpido por el monótono zumbido que hacen los aires acondicionados en verano.

Estaba solo en mi departamento y los vecinos parecían también ausentes. Me sentía agotado luego de una interminable jornada de trabajo. Con los ojos entreabiertos miraba desatento el televisor desde la cama. El sueño iba avanzado lentamente.

De pronto, un grito me sacó de mi letargo. Era una mezcla de súplica y de llanto desesperados. Oí como sus pasos se hacían gigantes por el pasillo. No supe distinguir si era un hombre o una mujer, tal vez aquello no era humano.

Un golpe seco retumbó contra mi puerta, acompañado por un balbuceo incomprensible. Me acerqué lentamente, a través del living, hasta el costado de la entrada. Un cosquilleo me recorrió el cuerpo entero.

Súbitamente, el silencio se adueñó de la escena. Abrí la puerta. No había nadie en el corredor. El ruido del ascensor me sobresaltó: era la vieja del séptimo que llegaba de pasear a su perro.

Sin saber si eso que había experimentado había sido real, entré corriendo a mi casa. Todavía me pregunto si esa aquella presencia sigue asolando a los desprevenidos…

Conexión

Por JP

Aquellos dos estaban conectados.
La noche los cruzaba y ellos agradecían.
El día los separaba y ellos entristecían.
Las tardes, cuando coincidían, solían olvidar las siestas
y, el reposo, era sólo una utopía.

Aquellos dos estaban conectados.
Pasión, lujuria y agonía era lo que sentían.
Y hasta de respirar, a veces, ellos prescindirían.
Pues ese pacto que los unía,
poco de racional y mucho de frenesí tenía.

Aquellos dos estaban conectados.
El destino y el azar se debatían,
no logrando ponerse de acuerdo sobre la autoría,
de aquella pareja extasiada,
que del mundo entero se reía.

Papounet

Suelo decir que vivo una vida de “The Truman Show”. Me pasan cosas mágicas: se cruzan personas, imágenes, música, lugares que pasaron primero por un simple sueño o pensamiento. Todo el tiempo. A veces me da miedo pensar que sigo un libreto de vida al pie de la letra. Y otras tantas me río y disfruto la sorpresa.

Nos conocimos con Papounet en una callecita cerca de mi casa por una semana en París. La Butte Aux Cailles – algo que la propietaria del departamento definió como “la zona más nueva y viva de la ciudad”. Donde está la pomada, el imán de los jóvenes, la explosión de lo que se viene. En mis notas del viaje, yo estuve algo de acuerdo.

Papounet vino conmigo en esta imagen porque me miraba picarón, porque fue un guiño a lo que estaba viviendo ese día. Y porque en ese viaje estaba leyendo Papillon, un libro TERRIBLE que encontré entre los libros que heredé de mi abuelo.

En mi francés limitado, Papounet me suena a Papillon. Y ese día me pareció que a alguien que está escribiendo el libreto le pareció gracioso que nos crucemos.

Cortesía: Nat Martinez

Motorcycle Emptiness

La calle adoquinada fue testigo de su enfrentamiento. Las veredas maltrechas, con sus baldosas partidas, presenciaron en silencio el ocaso de una dinastía intocable en el barrio de Villa Crespo.

El ruso Luchinsky, con su camperón azul y amarillo a rayas furiosas, imponía el terror entre los vecinos, que ya cansados estaban de sus reiteradas fechorías. Thames era suya, entre Corrientes y Córdoba. Canning y Dorrego completaban el cuadrilátero. Su dominio era absoluto; su ambición, infinita.

Hacía unos años que «El Colorado» Jmelnitsky, desde su taller mecánico de la calle Loyola, conspiraba contra su hegemonía. Aquella tarde de otoño un combate sobre dos ruedas los puso frente a frente. Y fue una suerte de justa medieval motorizada la que resolvió el pleito a favor del pelirrojo.

No se jode JP

Cita

La semana pasada, durante mi estadía en Chile, fui alertado por mi amigo personal «el Turko» de unas serie de amenazas e intimidaciones realizadas contra este humilde blog. A él le agradezco las fotos que oportunamente llevé a la Comisaría 11 como evidencia del caso. Lo cierto es que la pintada, realizada en frente de mi domicilio caballitense, expresa lo que desde hace un tiempo se murmura en ciertos círculos del under graffitero: un grupo anarco-peronista todavía no identificado está persiguiendo al arte urbano y a sus difusores.

Alejandro, el portero de mi edificio, dijo haber visto el miércoles pasado, cuando paseaba a su can blanquito, «a unos pelados libidinosos con cara de pocos amigos» circulando por la zona. No obstante, todavía es un misterio el origen del escrache. Desde Art Détailprometemos mantenerlos informados de este lamentable hecho y, sobre todo, les aseguramos que seguiremos trabajando por una ciudad llena de graffitis y arte callejero.

El regreso de la ensala mixta

Durante muchos años fue un secreto herméticamente guardado. Temía por mi familia y su seguridad. Fueron épocas oscuras donde la persecución ideológica invadía las calles y regaba las cárceles con opositores. Hoy, a la distancia, confieso que he sido uno de los líderes del movimiento «El regreso de la ensalada mixta», una logia ecologista de tinte revolucionario.

Nos juntábamos a menudo en la casa del viejo Roberto, allá por la calle Luis Viale y Warnes. Pasábamos días enteros viendo atónitos los videos de Jacques Cousteau y el mundo submarino. Discutíamos apasionadamente sobre el apareamiento de las merluzas y los cantos sinfónicos de los extraños delfines negros del Índico.

La hora de la cena marcaba el ritual del grupo: la ensalada mixta. Lechuga, tomate, cebolla, huevo duro, a veces espárragos y siempre aceite y vinagre. Durante los casi dos años de militancia en el grupo bajé quince kilos. Sospecho, todavía, que varios de los integrantes se alistaron únicamente para adelgazar.

¿Qué le pedirías a Papá Noel?

Era casi de noche. El cielo, pintado de naranja, empezaba a dibujar estrellas lejanas en el horizonte. Era noviembre y, extrañamente, no hacía calor. De hecho, recuerdo la brisa filtrarse por la ventana de la cocina obligándome a poner nuevamente el acolchado marrón en la cama. El atardecer me encontraba solo, sin amigos ni compañías pasajeras.

Como si el mundo se hubiera detenido por unos instantes, el silencio se adueñó de la escena. La avenida doble mano sobre la cual se levanta mi departamento quedó totalmente callada. Ya no se escuchaban las bocinas frenéticas de los colectivos. Sin embargo, súbitamente, alguien llegó. Para mi sorpresa, era el gordito que entrega regalos y se viste de rojo para Navidad: era Papá Noel.

En seguida comenzó la charla. Me preguntó cómo me sentía. Le dije que bien, que no podía quejarme. Me miraba atentamente, como si buscara sacarme alguna confesión. Creo que no creyó lo que le contesté.

“¿Y el amor? ¿Dónde quedó el amor?” preguntó rascándose la barba.

“Ah, el amor. Sí. El amor me visita en sueños”, le respondí.

Frunció el ceño como no entendiéndome. Su expresión me obligó a ahondar mis reflexiones…

“Hoy, el amor para mí es sólo un recuerdo que, de vez en cuando, me visita en sueños”, añadí. “El más lindo de los recuerdos, por cierto. A veces siento que es más real que la propia realidad”, proseguí.

“Pero como todo sueño se desvanece por la mañana cuando te levantás” agregó Noel.

Asentí con la cabeza. Algo importante se aproximaba…

“Y… si tuvieras que elegir… ¿qué me pedirías? ¿qué le pedirías a Papá Noel?”

“Un instante con ella, creo que eso bastaría para convencerla”.

“¿Convencerla de qué?”, preguntó dubitativo…

“De que los malos momentos son transitorios y, a veces, inevitables. De que el amor, si es auténtico, nunca muere. Quiero recuperar la sensación de eternidad que sólo el amor verdadero provee… Quiero que deje de ser un recuerdo”…

El viejo quedó callado. Y yo agregué:

“Recuerdo que una vez le dije una frase que me marcó por siempre: sin los momentos amargos, los dulces no serían tan dulces”

Seguimos charlando toda la noche. Afuera, el viento jugaba con los árboles llevando sus ramas de un lado al otro. Adentro, sentía que la visita del gordito barbudo cambiaría mi destino.